sábado, 24 de noviembre de 2007

La casa de almíbar


Había una vez, en un lugar cercano, una casa rosada. Grande y preciosa.
Estaba hecha de almíbar.
Tenía las ventanas de helado. Siempre se derretían.
El chocolate del suelo era amargo y pesado.
Las mesitas de polvorosa se partían de vez en cuando.
Las maticas de azúcar refinada eran divinas, y un poco empalagosas.
Cuando Rosita dormía –la niña de este cuento-, luchaba con las hormigas, los gusanos y la picazón.
Rosita lloraba siempre.
El baño se deshacía. Todo el almíbar y el azúcar se escurrían por la puerta.
Un día llegó un niño salado. Serio e inteligente. Venía comiendo una zanahoria.
Vio llorando a Rosita. Le ofreció su zanahoria.
Rosita llorando la recibió con sus manitos llenas de hormigas.
Algo pasó con Rosita.
Besó al niño salado. Lo endulzó.
Las hormigas asqueadas corrieron hacia las matas.
Rosita se enamoró.
Se agarraron sus manos y se comieron la casa.
Caminaron juntos quien sabe hacia donde.
Ese día cambió todo y no pasó nada.
Aún las hormigas viven en las matas. Y las zanahorias siguen siendo anaranjadas.

Y yo… sigo comiéndome las ventanas.

Escrito el 19/11/07


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